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Un palo en la cabeza

Cecilia Magaña

La venganza es dulce por antonomasia, y Anya, dentro de una dinámica que recuerda a la estética del documental falso entonado en un ambiente millennial, sigue al pie de la letra una sencilla pero decisiva frase de su padre.

El frío húmedo había hecho que la nariz se le aguara, pero sus mejillas ardían. Anya se limpió con el dorso de la mano antes de buscar el celular en el bolsillo. Aún no pensaba nada en particular, pero solía ser algo lenta para reaccionar. Lo que estaba haciendo era lo que hubiera hecho de cualquier manera: tomarse una selfie que mostrara hasta dónde había llegado en el bosque, antes de volver a casa y mandarle la foto a Mariana Romo y sus amigas: «Si no llegas lo suficientemente lejos, lo sabremos». La luz de la pantalla iluminó su cara al teclear la contraseña. Tal vez su mamá tenía razón y era demasiado larga. Extendió el brazo derecho y dio un par de pasos atrás para que el cuerpo de la muchacha cupiera en la toma.

Estaba puesta ahí, sobre el pasto, como si alguien la hubiera sacudido y dejado caer desde muy alto. Aunque bajo la luz del flash, cubierta a medias por la cobija de cuadros, parecía estar a punto de moverse: tal vez sólo estaba dormitando sobre el pasto húmedo y ahora, con la luz, empezaba a mover los brazos para desperezarse. Anya siguió tomando fotos, pero miró a la chica directamente, para asegurarse. Volvió a limpiarse la nariz con la mano libre, ¿y si se moviera? Entonces fue que la voz de su padre volvió: «¿Por qué no le das con un palo en la cabeza?». Anya hubiera querido cerrar los ojos y verlo parado ahí, a su lado. Pero sólo podía recordarlo sentado frente a ella, en la mesa blanca del comedor: él mirándola desde la otra orilla, mucho más lejana de lo que era en realidad, achicando los ojos al sonreír: «¿Por qué no le das con un palo en la cabeza?».

La chica seguía ahí, con el brazo derecho un poco torcido y una pierna doblada bajo la cobija a cuadros. Anya se atrevió a tocar con la punta del pie lo que debía ser su pierna. Le dio un suave empujón y el cuerpo entero, tieso como una Barbie, se movió y volvió a su lugar. Anya sorbió la nariz y repitió el movimiento para grabarlo en video. Un hilo de moco le corrió por encima de la boca y tuvo que limpiarse con la manga del suéter. Estaba tan llena de algo parecido al entusiasmo que sacudió a la chica un poco más y pensó: «Esto será como darles con un palo en la cabeza, papá». Sentía las puntas de los dedos frías pero inquietas y un vacío en la boca del estómago que la invitaba a moverse, ahora alrededor de la chica, para grabarla despacio. Estiró el brazo para acercar el celular a su rostro. Tenía un lunar grande y redondo en la mejilla izquierda, y el cabello, de puntas rubias, se le pegaba a la piel por la humedad del bosque. No había manera de saber si era rubia de verdad a menos que le quitara el gorrito tejido. Era de color rosa. Anya volvió a sorberse los mocos y abrió mucho los ojos. Se tapó la boca: si la escuchaban moqueando se reirían de ella. 

Buscó un pedazo de papel y al meter los dedos en sus bolsillos tuvo ganas de dejarlos ahí, darse la vuelta y volver a casa. Miró hacia la oscuridad detrás de ella. Parpadeó y sintió su mejilla contrayéndose en el tic que le había ganado tantos apodos. No, no iba a marcharse todavía. Usó la manga del suéter para limpiarse la nariz y grabó a la chica de nuevo, esta vez cubriéndose para disimular su respiración trabajosa y los mocos. 

Revisó la toma y eliminó la anterior para no confundirse. Tenía la nariz tan tapada que respiraba por la boca, dejando escapar un suave vapor con aroma a chicle de fresa. Sintió una punzada de hambre. Vio el video de nuevo, saltando arriba y abajo para calentarse. Después de todo, nadie la estaba mirando. El sonido de sus pies sobre la hierba, combinado con los sorbos de su nariz podrían haber atraído a algún corredor nocturno, pero era lo suficientemente tarde como para que la gente rondara el Metropolitano. ¿Habría guardabosques? Anya dejó de saltar y miró a su alrededor. Trató de escuchar, por si acaso, pero sólo oyó los grillos y un par de bichos, ¿o serían pájaros? Hacían un ruido parecido al de Mariana Romo chasqueando los labios. 

Tal vez no era suficiente. Anya avanzó unos pasos, apuntando al suelo con el celular, hasta encontrar una rama. Volvió al claro corriendo. Ella seguía ahí, bajo la manta a cuadros. Había pensado quitarle el gorro, pero eso no sería un buen palo en la cabeza. No señor. Miró la rama oscura en su mano derecha, y metió la punta por debajo de la manta. Parada de puntitas para no acercarse más, comenzó a grabar. Mientras más intentaba mantener firme la toma, más le temblaba la mano, pero siguió grabando. Olvidó su respiración mocosa, mirando a la pantalla y a lo que iba descubriendo poco a poco, al tirar de la manta. Ahí estaba: el palo con el que iba a darles a todas. 

 

El camino de vuelta a casa lo hizo apretando el celular dentro del bolsillo, con la mirada en el sendero de hojas secas y tierra, y el corazón latiéndole por debajo de la bufanda que le había regalado su abuela. La nariz helada en la punta, la manga derecha del suéter también fría y húmeda. 

Abrió la puerta con cuidado de no hacer ruido, igual que había hecho los últimos tres días. Se quitó los zapatos antes de entrar y respiró por la boca la calidez del interior. Su madre debía estar dormida. Metió los zapatos en una bolsa para limpiar las suelas al día siguiente y se sentó a la mesa blanca. 

Permaneció quieta, con el celular vibrando en el bolsillo, mirándose las manos que aún temblaban. El wifi no había tardado en activarse y, aunque Anya sabía que eran ellas, no se apresuró en mirar la pantalla. Tomó un par de servilletas del centro de la mesa y se sonó, procurando no hacer ruido. 

—¿Por qué no les das con un palo en la cabeza? —había dicho su padre, dejando los cubiertos. Ella había soltado la carcajada, olvidándose de las lágrimas. 

—No le digas esas cosas, José Luis. 

—Pero si eso es lo que se merecen esas niñas, ¿verdad, Anya?

Su madre se había sentado junto a ella y prometido que irían a hablar con la directora, pero él le había apretado la mano y hecho un guiño, arrugando la nariz para ella.

El teléfono volvió a vibrar y Anya tecleó la contraseña: el nombre y la fecha de nacimiento de su padre. Recorrió los mensajes de Mariana Romo y las otras hacia arriba, no necesitaba leerlos para saber lo que habían puesto.

Fue hasta el final del chat y adjuntó la primera ronda de fotos. Mientras las imágenes se cargaban, buscó el último video para mandárselos. Sus manos habían dejado de temblar.

Cuento incluido en Todos los ruidos del mundo.

Cecilia Magaña (Ciudad de México, 1978) estudió Psicología. En 2010 ganó el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por La cabeza decapitada (Arlequín, 2012). Su libro más reciente es Todos los ruidos del mundo (Editorial Paraíso Perdido, 2016).

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