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Trampas

Aldo Rosales

Para Alejandra y su padre, el señor Filiberto Estrada, hombre valioso como pocos.

—Oh ¿en verdad? Sería gracioso.

El hombre colocó la última trampa. Por toda la pieza había, contando las de los escalones, más de seis, quizás diez trampas. Parecían gelatina negra: si uno colocaba allí el dedo, costaba trabajo quitarlo, y quedaba la huella.

Un ratón bailarín. Gracioso.

Su hija no mentía: cuando fue a la cocina lo vio sobre las patas traseras, meciéndose como si danzara. No pudo evitar sonreír. Antes que pudieran decir algo, el ratón se escurrió bajo la estufa; su cola rosada quedó asomando un momento, como un niño que juega a las escondidillas y lo hace mal. Tomó la chamarra y salió de la mano con su hija.

—Fue gracioso— dijo la niña. Rumbo al mercado, una nube tomó forma de ratón gordo. Por un momento ambos recordaron cuando los tres iban al mercado. El ratón se transformó en algo rectangular, como una de las trampas o un ataúd; ambos volvieron a pensar en ella, pero no dijeron nada.No sabían desde cuándo había llegado aquel ratón, pero ahí estaba, rasguñando el silencio de la madrugada con sus pequeños pasos. Era como un mal sueño: al prender la luz, desaparecía. Tenía cierta gracia. Al volver, lo encontraron pegado a una de las trampas, como un enfermo terminal a la cama. Su pequeño ojo –negro y vivo como la noche- parpadeaba muy rápido. Ya no era cómico mirarlo: costaba creer que hacía unos minutos bailaba con gracia. Ahora daba horror. La cola se movía como si fuera otro animal. El hombre tomó un periódico y envolvió la trampa, luego la arrojó a la basura.

—¿Habrá más bajo la estufa? —La niña movía los pies bajo la mesa, como péndulo sin tiempo. El hombre, que lavaba las verduras, no respondió. Cenaron en silencio.

Cuando la niña se fue a dormir, el hombre se calzó las botas altas y tomó la escoba. Movió la estufa: ahí, sobre pedazos de papel y tela, había unos ratoncillos transparentes. Fue por la pala y los arrojó al bote. Subió, pero no pudo dormir: el silencio pesaba.

—¿Había más? —Preguntó la niña la mañana siguiente, mientras el hombre le colocaba la mochila —¿papá?— Pero el hombre no pudo contestar.

La mañana estaba clara, sin una sola nube en el cielo.

Aldo Rosales Velázquez. Ciudad de México, 1986. Egresado de la licenciatura en enseñanza de inglés. Autor de un par de libros de cuentos. Actualmente coordina el taller de creación literaria  del FARO Indios Verdes.

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