
Que nos
juzguen
los perros
Luis Marín
¿Qué dirá Luna de nosotros?—le había preguntado M. el día que se besaron. De eso habrían pasado ya un par de semanas, tal vez.
Luna era su profesor de psicopatología, un violador implacable de la integridad personal. Esto porque todos, por supuesto, se proyectaban en cada clase. Lo malo de estudiar psicología es que, quienes la estudian, juran que padecen todas y cada una de las patologías que revisan.
El curso no llevaba mucho de haber iniciado, pero sí lo suficiente para contagiarlos del prejuicioso mal de todo psicólogo: ese afán de ir por la vida “psicoanalizando a la gente”. En cada oportunidad que tenían M. y él hacían especulaciones sobre el comportamiento de las personas, que iban desde los mecanismos de defensa hasta neurosis y psicosis, y se divertían de lo lindo al ir acomodando a las personas según creían que eran “psíquicamente”, por llamarlo de algún modo.
Sobra decir que también ellos se iban delimitando poco a poco.
—Lo malo de iniciar el semestre con psicopatología es que te das cuenta de cosas que no querías darte cuenta —pensó en voz alta, mientras M. y él hacían tarea dos horas antes de la clases.
—¿Como de qué?
—Como de que Elena Garro era psicótica, o eso parecía, y que Luna tiene una obsesión con Milan Kundera.
Por alguna extraña razón Luna se pasaba todo el tiempo citando al autor checo en sus clases. Su frase favorita dictaba que: “…en la matemática existencial,
el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; y el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.”
Por eso, cuando M. le había preguntado qué pensaría de ellos, le quedaba claro que ella no sólo alunizaba en un sentido literal, sino que se atrevía a hacer conjeturas que los incluyeran a ambos en una ilusión, aunque fuera meramente juiciosa.
Habían aprendido a guardar silencio en sus clases, no porque creyeran que fuera lo mejor, sino porque supieron desde un inicio la condición tácita de que todo aquel que se atreviera a preguntar algo, aun siendo en defensa propia, pasaría automáticamente por el scanner condenatorio de la formación de Luna como analista.
“Que nos juzguen los perros, si pueden”, pensó para sus adentros cuando cometieron el gravísimo error de exponer(se) en clase.
Ese día hablaban sobre la neurosis de ansiedad. Lo importante, más bien, vino inmediatamente después de que terminaron la exposición. Ella estaba sentada sobre el escritorio y él a su lado, escuchando hasta con la vista al profesor que, después de su sermón, le preguntó a ella su nombre, a cuatro bancas de distancia. “M****”, contestó él, casi automáticamente. Y fue tan fulminante su error que de inmediato se tapó la boca con las dos manos. El profesor sólo se río, y volvió a preguntar su nombre, “¿M****?”, contestó ella, preguntando.
“Fíjense, qué curioso”, dijo Luna, “yo le pregunté su nombre y él contestó M****; después volví a preguntarle y ella preguntó, ¿M****?”. No les dijo, no nos quiso decir qué significaba aquello, y, por supuesto, ellos tampoco quisieron preguntarle. Supieron que con eso habían dicho mucho de ellos mismos, sin quererlo. No hacía falta más, él nos conocía. Quizá no mucho, pero lo suficiente.
Había pasado una semana exactamente después de la exposición cuando se besaron por vez primera. Una semana y, a pesar del beso, seguían temiendo a los prejuicios.
J’abandonne aux chiens l’exploit de nous juger.
Se apresuraban en una velocidad vehemente a dejar que los días transcurrieran sin aviso. Y tan bien lo hicieron que llegaron a confundir los lunes con los miércoles, y los martes con los jueves. Muchas veces les torturaba la duda por saber si volverían a besarse. En realidad, lo deseaban.
—¿Qué tal el beso? —le preguntó con toda intencionalidad de enaltecer su orgullo femenino, pero ¿cómo podía engañarla? Sus besos fueron una explosión de lluvias y primaveras.
—Más que bien —contestó.
—Mmmh… tú también —le dijo, y su comentario lo tomó por sorpresa. Quizá porque ni siquiera se lo preguntó—. Tus labios son muy suaves. Y tu beso fue como una combinación de arrebato y ternura.
La situación era minúsculamente compleja, no sólo por el hecho de que el beso constituía una infidelidad en toda la extensión de la palabra. Ambos tenían pareja. Pero ambos, de cierta manera, se amaban. No en un amor condenado a la reciprocidad, sino en un sobreentendimiento mutuo. Ambos se conocían quizá demasiado bien. Y ambos, de igual manera, “cojeaban del mismo pie.”
Se debe aprender a sumar hasta los pretextos para ser hedonista. Una mentira jamás se sostiene sola, sino que debe sostenerse, irremediablemente, de otras mentiras más. El que miente está condenado a seguir mintiendo, por miedo a enfrentar la verdad. Por eso, si vas a hacer una pendejada debes hacerla tan bien que no deben darse cuenta que la hiciste. En su ingenua lógica, lo concreto les da seguridad. Se debe aprender a contar hasta los temblores de las manos y las contracciones faciales, para sentirse seguro de mentir. Aunque ellos, al menos, no mienten por gusto sino por necesidad.
Ninguno de los dos ponía en tela de juicio el amor que sentían por sus respectivas parejas. Lo entendían y lo respetaban así. Pero cierto era que estaban insatisfechos hasta el punto de la desesperación. Les faltaban esos destellos de ternura y arrebato carnal. Por alguna extraña razón, que bien pudiera ser una contradicción biológica, sus parejas eran mustias hasta la náusea.
Los días siguientes a su primer beso se esforzaban genuinamente por revivir, de cualquier manera posible, esa sensación. Pero no conseguían nada que no fuera el recuerdo. De la pluma no salía nada más que una retórica muy cargada de tinta. Eso sólo incrementaba su ansiedad. Tenían que besarse otra vez.
Tuvo que acostumbrarse a convivir con ella a diario, tal cual era antes de besarse, a vivir con una ámpula autónoma ajena a su cuerpo, y sin embargo, al mismo tiempo, parte de su ser. Aprovechó para idear estrategias que le permitieran estar a solas con ella de nuevo, pero ella se las arreglaba para batearlo olímpicamente. Se paseaba con galanura con su novio frente a él.
M. era, más que nada y sobre todo, su hermana. Era su mejor amiga. Conocía todo de él, hasta lo que no debía. Siempre supo juzgar sin reservas sus errores, pero también supo aplaudir y reconocer sus logros. En todo, desde el inicio de la carrera, al menos, estaba ella. Cuántas veces no se quedó en su casa y durmieron juntos, uno al lado del otro, sin ninguna pretensión. Aquello era el espectáculo del incesto simbólico. A saber en qué momento comenzó a enamorarse de ella.
—No te vayas a enamorar de mí —se había tomado la molestia de advertírselo. Como si esas cosas dependieran de uno. Son cosas que, simplemente, suceden.
Y ella estaba igual de enterada que él. Era un asunto impostergable. Era difícil esquivar los juicios y fue, quizá por eso, que decidieron evitar tocar el tema. Se buscaban y se evitaban como los amantes que no querían ser. De alguna u otra manera iban asumiendo los papeles que les correspondían, pero así mismo ella se iba convirtiendo más y más en su hermana y él en su hermano.
De pronto se percató que rompían quizá todas las reglas habidas y por haber en una relación. Además lo hacían de una manera tan absurda que aquello se figuraba a discursos de cine negro. Se amaban, también, en una dialéctica de contrapunto y contraseña. Todo lo interpretaban de acuerdo a la neurosis y los mecanismos de defensa. Que si M. no quería volver a tocar el tema era por evasión, y si intentaba justificarlo recurría a la racionalización. Entonces ambos se molestaban demasiado con ellos mismos y poco a poco fueron dándose cuenta de que la única manera que tenían de resolver ese problema era el beso.
—¿Qué diría Luna de nosotros? —le volvió a preguntar meses después. Estaban frente a tres copas de vino distribuidas en toda la mesa. Poco antes se habían convencido de que sus respectivas relaciones, a pesar de todo, no los llevaban a ningún punto. La falta de sexo agravaba las cosas. Ella sólo buscaba ser escuchada, y él estaba dispuesto a compartir sus silencios.
Nunca, desde la primera vez que le preguntó eso, supo qué contestar. Así que recitó unos versos de Jacques Brel que tenía en la cabeza: “Pero estos malheridos, con orgulloso duelo, opinan que, si pueden, que los juzguen los perros.”
No sabremos nunca por qué se le hizo costumbre preguntarlo antes o después de cada beso. Quizá porque sentía culpa. La culpa, y él se lo dijo muchas veces, sólo es una forma de autocastigo. Quién sabe de qué se castiga. La infidelidad, como sea, sólo es un pretexto. Deberían temerle al juicio del incesto, no a la culpa. Uno no decide de quién, ni cómo enamorarse. Como decía Palinuro “…y desde entonces caminamos juntos, desayunamos juntos, escribimos juntos y tantas cosas hicimos juntos que las malas lenguas dijeron que cuando hacíamos el amor también lo hacíamos juntos.”

Luis Marín nació en Cuernavaca en mayo de 1992. Estudiante de Psicología en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Romántico trasnochado en tiempos posmodernos. Zapatista por idiosincrasia. Aficionado a la Historia de México, a la medicina tradicional y a la Biología. Ha publicado artículos para La Jornada Morelos, y cuentos en revistas independientes en Moria, Guardaletras y Río Arriba. Se ha formado en los talleres literarios de narrativa, con Francisco Rebolledo, y de poesía, con María Baranda.
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