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Los doce deseos

Montserrat Ocampo

Con una tensión sobresaliente, se contiene el suspenso entre dos primos y tres hermanos en la cena de Año Nuevo de la familia. A partir de la mirada de estos niños se desencadena una serie de actos que superan las ideas inocentes de pedantería maliciosa  para tornarse en gestos de una inusitada crueldad.

En la víspera de Año Nuevo, la tía Leonor apareció en la puerta de nuestra casa con sus dos hijos y una maleta. Acababa de dejar a su marido.

Al tío sólo lo había visto dos veces en mi vida. A la tía tampoco le veíamos mucho, era la única hermana de papá y no solía visitarnos, pero cuando lo hacía me gustaba, era una mujer alegre, de una sonrisa amplia.

Mamá hizo que todos los niños nos fuéramos a la recámara de Gerardo, mi hermano mayor, mientras los adultos conversaban. Ninguno de nosotros tenía idea de lo que sucedía. Los primos, Emilio y Román, los hijos de la tía, nos miraban como si fuésemos unos desconocidos, pues prácticamente lo éramos, y no quisieron jugar Nintendo cuando mi hermano lo propuso.

Así que nos quedamos en la habitación, a la espera de que alguno de los adultos se asomara en algún momento y nos hiciera bajar a la sala, donde habíamos estado jugando damas chinas con papá mientras mamá preparaba la mesa para recibir el año mil novecientos noventa y cinco. Sin embargo, pasaron muchos minutos y nadie nos buscó.

Mi hermana Ana, quien entonces tenía ocho años, y yo, que estaba por cumplir diez, nos apartamos a un rincón de la recámara para jugar con el Tetris de mi hermano. A éste no pareció importarle. De hecho, durante esa época, nada parecía importarle. Estaba por cumplir trece años y según papá era un muchacho indiferente y grosero. Tenía un poco de acné en las mejillas y el cabello le llegaba por debajo de las orejas.

Así, bajo la mirada impasible de Gerardo, Ana y yo continuamos jugando. Nuestras voces eran las únicas que se escuchaban en la habitación. De pronto, Emilio, el mayor de la tía Leonor, se acercó hacia la repisa donde mi hermano tenía un guante de beisbol que no utilizaba nunca. Emilio lo revisó con cuidado y luego preguntó a Gerardo:

—¿Juegas?

—Antes, ya no —respondió mi hermano, con su voz inestable pero vigorosa.

Emilio se puso el guante.

—¿Y tú? —preguntó Gerardo.

—No, yo no juego nada —dijo Emilio.

—Ah.

De nuevo, Gerardo tenía esa actitud de importarle poco, se cruzó de brazos, se sentó al borde de su propia cama y se recargó sobre la cabecera. Detrás de Emilio, Román observaba, callado, con los ojos enrojecidos. Recordé que ambos habían dejado repentinamente su casa para buscar asilo en la nuestra y era Año Nuevo, así que entendí si había un poco de lágrimas en esa mirada.

Minutos después, Emilio se quitó el guante. Entonces, Gerardo lanzó una sonrisa cínica, como cuando hacía enojar a mamá.

 

—Te lo regalo.

—¿De veras?

—Sí, pero con una condición.

—¿Cuál?

—Debes ganártelo.

—¿Cómo?

Gerardo se levantó de la cama y extendió el brazo hacia Emilio, luego colocó el codo sobre la superficie de una cómoda y agregó:

—Unas luchas, a ver quién es más fuerte.

 

Emilio debía tener unos once años por entonces, su voz apenas si comenzaba a cambiar, pero no era lo suficientemente alto ni fornido como mi hermano. Cualquiera hubiese pensado que aquella era una lucha perdida aún sin comenzar.

Para Ana y para mí aquel enfrentamiento resultaba completamente aburrido. Desinteresadas, seguimos en el Tetris, mientras los ojos llorosos de Román observaban todo desde un rincón de la habitación.

Emilio estrechó la mano con Gerardo, apoyó el codo en la misma cómoda y comenzaron a luchar. El juego de fuerzas no duró más de un minuto cuando Gerardo venció el brazo de Emilio con rapidez.

El guante, el viejo guante de béisbol, estaba allí en la repisa. Emilio sabía que nunca iba a ser suyo. En el rostro de mi hermano había crueldad, una inclemencia que yo no había visto antes. Parecía que disfrutaba ver la impotencia de Emilio, la debilidad de quien no era capaz siquiera de vencer en un juego de fuerza. Para Gerardo, en ese instante, Emilio no valía nada. Ni siquiera un viejo guante de beisbol.

 —¿Por qué no jugamos a otra cosa? —intervino de pronto Román, con una voz tímida pero que todos escuchamos.

Mi hermano levantó la mirada y esbozó una sonrisa.

 

—¿Qué?, ¿tú no quieres pelear?

 

Román no dijo nada, sólo negó con la cabeza. Mi hermano apartó el brazo de la cómoda. Ana y yo mirábamos atentas.

—¿A qué quieres jugar? —preguntó Gerardo, esta vez en un tono de desafío.

—Un juego que es de resistencia, no de fuerza —respondió Román, un poco más confiado.

 

Emilio miró a su hermano menor sin decir ni hacer mucho más, incluso se apartó un poco, moviendo la muñeca de la mano que le había quedado adolorida.

—¿Y cómo se juega? —preguntó Gerardo, de alguna forma interesado.

—Se trata de aguantar la respiración —explicó Román y enseguida fue hasta la cama y tomó una almohada—. Cada uno tiene que ponerse la almohada en la cara mientras otro la presiona. Quien aguante más tiempo así, gana.

Gerardo se quedó callado, igual que Ana y yo. Parecía una propuesta muy estúpida, pero mi hermano tenía ese aire arrogante de quien no quiere parecer cobarde.

 

—Tú primero —indicó Gerardo.

 

Román, casi indiferente, se encogió de hombros y asintió.

—¿Y cómo vamos a saber quién ahoga a quién? —preguntó mi hermano con un tono burlón.

—Un volado —respondió Román y sacó una moneda del bolsillo de su pantalón.

 

Lanzaron la moneda. Así tocó que Emilio pusiera la almohada sobre la cara de Román. Éste se acostó en la cama con absoluta tranquilidad y dejó que su hermano hiciera lo suyo. Ana y yo mirábamos con curiosidad. Gerardo también, aunque con los brazos cruzados, mientras contaba los segundos casi en un susurro. Román soportó más de un minuto, luego tocó el turno de Emilio, quien sólo pudo estar treinta segundos debajo de la almohada y, finalmente, siguió Gerardo.

Fue Román quien puso la almohada sobre la cara de mi hermano. Así lo indicó la suerte de la moneda. Emilio, Ana y yo observábamos casi sin parpadear. Román colocó la pesada almohada sobre Gerardo y comenzó a contar. Segundo a segundo el aire de la habitación se volvió denso. Román seguía contando: cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos… Gerardo alcanzó el minuto y un poco más. Sin embargo, después del minuto y trece segundos, alzó el brazo, como queriendo zafarse de la opresión de la almohada, pero Román no dejó de contar; por el contrario, apretó la almohada con un poco más de fuerza y siguió murmurando números en voz baja.

El juego debía acabar, todos lo sabíamos, pero nadie se atrevía a decir nada. Sin embargo, los dedos de Gerardo se aferraron pronto a las sábanas, apretándolas con fuerza. Se escuchó un grito ahogado y la respiración cortada de mi hermano por debajo de la almohada. Román apretaba y apretaba fuerte, con la fuerza de alguien mayor de diez años.

 

—¡Basta, déjalo! —exclamé repentinamente, dirigiéndome hacia ellos.

 

Pero Román no parecía escucharme, no parecía escuchar a nadie, ni siquiera los quejidos de Gerardo, quien luchaba desesperado por liberarse de la almohada.

 

—¡Vas a matarlo! —grité de nuevo.

 

Román tenía la mirada perdida y las manos aferradas a la almohada. De pronto, Emilio se lanzó contra su hermano y lo acorraló en la pared. Román tenía una expresión confundida y se quedó paralizado contra el muro.  

Gerardo se incorporó lentamente, yo no me atreví a tocarlo, él intentaba jalar aire y se apretaba el pecho con un poco de desesperación. Tenía el cabello enmarañado sobre la cara y unas gotas de sudor en la frente. Mi hermana se aferró a mi brazo, mientras Emilio miraba con el semblante pálido.

Fueron segundos terribles y silenciosos. Un silbido provenía de la garganta de Gerardo, sin embargo en pocos minutos su rostro volvió a recobrar el aspecto rosado de siempre.

El viejo guante de beisbol se cayó de la repisa.

 

Nadie se miraba a las caras. Gerardo se tumbó en el suelo, con las rodillas encogidas, todavía recobrando el aliento. Creí que golpearía a Román en cuanto tuviera fuerzas, pero nada pasó.

Cuando papá entró en la habitación, minutos después, nadie fue capaz de decir lo que había sucedido. Él nos miró con un gesto raro y luego se dirigió hacia Román, con una mirada que hasta entonces no he podido descifrar. Puso una mano en su hombro y dijo con voz clara:

 

—Voy a llevarlos a la terminal de autobuses. Despídanse.

Pero Emilio y Román no se despidieron, salieron de la habitación de la misma forma en la que llegaron. Román miró a Gerardo por encima del hombro, sin ninguna expresión.

No volvimos a ver a la tía Leonor ni a los primos, se fueron lejos. Aquella noche, había pasado algo terrible, algo peor que intentar ahogar a alguien con una almohada, algo de lo que los adultos hablaron y nunca quisieron contar.

En la víspera de Año Nuevo, antes de que dieran las doce campanadas, nos sentamos a la mesa, los cinco, dispuestos a cenar. Ninguno de nosotros dijo nada. Papá cortó el jamón en silencio y mamá colocó un racimo de uvas en una copa que se quedó intacta toda la noche. Los doce deseos. Nadie recordó los doce deseos.  

Mención honorífica Premio Nacional de Cuento “Beatriz Espejo” 2015

Montserrat Ocampo (Cuernavaca, 1988) Maestra en Estudios de Arte y Literatura por la UAEM y especialista en Literatura Mexicana del siglo XX por la UAM. Ha sido becaria del PECDA Morelos (2009) y del FONCA (2013). Sus cuentos han sido publicados en numerosas antologías mexicanas como Breve Memoria de un instante (Moria/Ediciones Simiente, 2011), Los regresos de Zapata (Editorial Cimadía, 2014), entre otras.

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