
Las mutaciones (Fragmento)
Jorge Comensal
En el capi´tulo dos de la novela Las mutaciones de Jorge Comensal, el cáncer de mama y sucesos ocurridos hace tres mil años en la genealogía de Teresa de la Vega, se conjuntan a través de analogías y recuerdos históricos resultados de la vida personal de Teresa y del conjunto particular de vidas que le heredó el cáncer.
Teresa de la Vega, psicoanalista, recibía pacientes en un consultorio adosado a la vieja casa que sus padres le heredaron. A los cuarenta y cuatro años le habían extirpado las glándulas mamarias, catorce ganglios linfáticos, los pezones y las areolas. Su mirada honda y penetrante era la de quien ha gozado los frutos de la belleza y la inteligencia, pero no de la felicidad. Su único matrimonio, contraído quince años atrás, había terminado a los dieciocho meses debido al carácter paranoide de su esposo, un psiquiatra farmacodependiente, y al prematuro romance de Teresa con un psiquiatra más talentoso y atractivo que aquél. No habían tenido hijos.
Después de su divorcio, Teresa continuó encontrándose los martes y jueves por la noche con su amante. En cierta ocasión, mientras él masajeaba los pechos de Teresa con vehemencia, ella sintió una pequeña redondez bajo su areola. Finalizado el rito, él se marchó a casa y ella se palpó bajo las sábanas. Supo que la historia otra vez se repetía, pues su madre y su hermana habían padecido eso también. Su temor al cáncer de mama era tan grande que, en lugar de acecharlo con frecuentes exploraciones y mastografías, siempre había evitado el contacto íntimo con su pecho. Nunca imaginó que sería un hombre con manos de panadero vietnamita el que la iba a confrontar, sin quererlo, con aquella mala suerte cuyo origen se remontaba más allá de los recuerdos de su madre en el hospital; mucho más allá, hasta las tribus hebreas de Israel.
Tres mil años antes de Teresa, a orillas del Jordán vivió el ancestro en el que, pastor o hilandera, guerrero o prostituta, sucedió la mutación fundacional. Acaso fue durante el segundo periodo de los Reyes, durante el reinado de Amasías o de Jeroboam.
Tal vez.
Sucedió que en un minuto insulso de la mañana, mientras iba o venía del pozo, mientras oraba, a la hora de cocinar, mientras tejía, una de sus células germinales comenzó a dividirse puntualmente. Todo el día copió sus instructivos, sus libros de la Ley, Torá de genes, y en ellos se resbaló una errata semejante a la que habría ocurrido si al amanuense del Éxodo se le hubiera olvidado el “No” que sobresale en el capítulo 20, versículo 13, y el sagrado mandamiento estipulara “Matarás”.
La probabilidad de que este error se perpetuara era mínima, pues la célula eucariota tiene ardides para reparar sus genes, y en caso de que estén rotos más allá de todo arreglo, es capaz de suicidarse por medio de la apoptosis, una muerte programada y altruista. Pero aquella errata bíblica justamente sucedió en un pasaje dedicado a impedir que las células erróneas proliferen y funden comunas anarquistas en el seno de un cuerpo imperial. El gen involucrado logró transcribirse al lenguaje de la ciencia en 1990, y se le llamó, sin tacto ni ingenio, Breast Cancer 1. La mutación princesa consistió en el olvido de dos palabras simples, guanina y adenina, que suelen encontrarse muy cerca del principio del farragoso gen. El texto equivocado se perpetuó gracias a que su huésped tuvo una descendencia tan copiosa que llegó hasta una joven psicoanalista que se palpó las areolas un viernes por la noche tres mil años después.
Cuando Nabucodonosor el Grande conquistó el reino de Judá, los hijos del mutante ya abundaban y muchos fueron presos y llevados al exilio en Babilonia. Así empezó la diáspora del gen equivocado: Irán, Egipto, Iberia, Holanda, Bulgaria, si se busca entre los sefaradíes del Mar Egeo o los ashkenazíes de Nueva York, se encontrará la errata en por lo menos uno de cada cien paseantes que observan el shabat.
Pero Teresa de la Vega no era judía. Sus padres habían sido católicos sin atenuantes, guadalupanos, nacionalistas e incluso vagamente antisemitas. Nunca imaginó que en su árbol genealógico estuvieran los primeros judíos de Castilla, inmigrantes de la época romana, discretos habitantes de las ciudades, ajenos a las luchas intestinas, vasallos de los godos y califas por igual. Al margen de los otros, trabajaron. Supieron leer y escribir. Se casaron entre sí. Decantaron riqueza, tradición y mutaciones. La envidia maduró y el siglo XV la vio fructificar. Se les halló culpables de matar a Jesucristo y también de prosperar, de comerse niños toledanos, de embrujar a las vírgenes de Sevilla, de quemar los crucifijos, de tener mucha nariz, de sodomitas, de no comer jamón y de asociarse en negocios usureros con el caído Lucifer.
En el año 5252 del calendario hebreo, los reyes de Castilla y Aragón decidieron expulsar a los infieles. Les dieron cuatro meses para irse o abjurar del judaísmo. Entre los míseros conversos tal vez hubo una mujer longeva, Lorenza, vecina de Soria, madre de once hijos, viuda de Manuel. A punto de cumplir setenta años, ella comenzó a sentir ardores en la punta cabizbaja de las tetas. Las semanas pasaron. El fuego se extendió hacia las axilas. Lorenza recurrió a Herminia Tavares, cristiana nueva y hechicera, en busca de un remedio para el dolor e hinchazón. Herminia le preparó, a cambio de tres maravedís por dosis, un ensalmo para sanar malos humores.
Cuando empezó a tratarse el cáncer con aquella pomada de ajo con belladona, las metástasis ya había llegado a su cerebro. Las jaquecas precedieron a las alucinaciones. Buscaba entre la paja de su cama un cuchillo para decapitarse. Luego el ángel del Señor venía a azotarla por haber traicionado a su tribu. A gritos renegaba del falso mesías, “Apiádate de mí, Señor, borra mis faltas”.
Los vecinos acudieron al Tribunal del Santo Oficio. Marrana poseída por el demonio, vieja pecadora, Dios Nuestro Señor la ha castigado con un vicioso zaratán. Sus hijos la llevaron a una huerta lejos de la ciudad. Herminia preparó una pócima de adormidera para calmar su tormento. A principios del invierno falleció. Le dieron sepultura bajo un tilo y alrededor del túmulo rezaron el Kadish.
La familia de Lorenza quedó marcada por la sospecha. La gente escupía al verlos pasar. Antonio, el benjamín, fue el primero en marcharse. Llegó a Cádiz en febrero. Nunca había estado en la costa. El mar le pareció un trigal quemado.
A principios de marzo se embarcó en uno de los galeones más pobres de la flota. Iba rumbo de la Nueva España, donde el oro y la plata, decían en los mesones de Sevilla, crecían como cebollas de la tierra. Pasó cuarenta días en altamar, con algunas fiebres y muchas hambres. Se entretenía jugando a las cartas y contemplando los galeones más grandes de la flota, que iban sin temblor a la vanguardia, con las velas hinchadas al poniente y un séquito de espuma tumultuosa. Así su fantasía, nave cargada de ambición y agravio, navegando hacia el olvido de su sangre. Y en el cuerpo, casco duro, dos testículos plenos de esperanza y mutación.
Antonio arribó al puerto de Veracruz y huyó de la costa malsana tan pronto como hubo caravana hacia la capital. Llegó en septiembre, y luego de tres años laboriosos, su esperma halló refugio en una mujer mestiza, hija de extremeño y natural. El mundo se encogió en sus amores, por primera vez se hallaron genes repujados en Judea y Texcoco. Trece generaciones más tarde, el cuerpo de Teresa lo recordó.
No se molestó en cumplir el trámite superfluo de consultar al ginecólogo. Buscó el número del oncólogo que había tratado a su madre y llamó para hacer una cita. La mastografía fue clara: tres adenocarcinomas en los conductos mamarios, que no habían conocido la tregua de la lactancia.
Al cabo de una cirugía y diez radiaciones, Teresa volvió a dar consulta. Durante el tratamiento había conocido a varias mujeres que luchaban por no sucumbir anímicamente ante la enfermedad. Les ofreció apoyo psicológico sin costo, y de esa manera comenzó a especializarse en psicoterapia para mujeres con cáncer. De hospital en hospital se corrió la voz de que Teresa ayudaba a las mujeres en duelo por las pérdidas femeninas debidas al cáncer. Algunos hombres también empezaron a acudir con ella. El primero, un sobreviviente de cáncer en el esófago, necesitaba ayuda para dejar el cigarro. El segundo había tratado de suicidarse cuando le diagnosticaron cáncer en el pene. El tercero había perdido a su hermano gemelo por un osteosarcoma. De ese modo, su espectro de pacientes se amplió hasta contener casos tan diversos como leucemias infantiles e hipocondrías detonadas por la serie Dr. House. Tratando de asimilar la magnitud de su desgracia, la mayoría de los pacientes se preguntaba “¿Por qué a mí?”, pero Teresa, que muchos años antes había tirado esa pregunta narcisista a la basura, los trataba de llevar por otro rumbo, hacia el sótano de los deseos insatisfechos que alimentan el temor a perecer.
Jorge Comensal (Distrito Federal, 1987) Narrador y ensayista. Ha publicado textos en las revistas Casa del Tiempo, Tierra Adentro, Este Pais, entre otras. Su primera novela es Las Mutaciones (Ediciones Antílope, 2016).