top of page

La escritura del más allá

Daniela Tarazona

El ombligo como fuente de escritura; los pies, el acto de caminar, la confrontación y la espacialidad del texto unidos en cuatro apartados en los que Daniela Tarazona indaga sobre este acto de retroalimentación y descubrimiento que es la escritura, en donde intervienen procesos que van desde lo  meramente fisiológico hasta los orígenes más íntimos del impulso creativo.

I. La crisma y la escritura

 

Dicen que cuando el río suena es que agua lleva… y es así. Sucede con la escritura algo semejante para mí. Si la cabeza me zumba mientras escribo es que la escritura va sucediendo.

Leí en alguna parte que escribir se trata también de fijar, es decir, de dar en el clavo —lo que implica darse de cuando en cuando un martillazo en el o los dedos y luego, perder la o las uñas. Y hay que ir más lejos: es necesario romperse la crisma escribiendo, porque si no es así —lo creo firmemente— para qué tanto afán.

Pero ante la subsecuente perspectiva de darse en la madre o en el padre mientras se escribe, es del todo cierto que uno puede sentirse con mayor o menor gallardía ante un texto. Suelo recomendarme comer carbohidratos y tomar apenas un vaso de agua a diario. Hablo de la escritura que se pretende, la indudable, la que —como un día leí o le escuché decir a Cristina Rivera Garza—: “escribiríamos en caso de que escribiéramos”.

La escritura no es lo que uno cree de tal o cual cosa, ni siquiera lo que uno sabe de ella —las palabras se escapan como peces de las manos, hay que asumirlo desde antes de sentarse a escribir.

La línea que corre por la página es semejante a las ondas que se hacen en la superficie del agua si se lanza una piedra; Lispector decía, en algún texto: “Escribir es lanzar una piedra a lo hondo del pozo”, pero yo creo que ni eso.

Cuando se escribe suceden pérdidas irreparables. Tal como la onda en el agua va borrándose en su despliegue, lo escrito fulmina un mundo previo. Lo que estaba desaparece y se transforma. Y entonces, puede escucharse la voz que dice: “nada volverá a ser igual”. ¿Qué es lo que se escribe? No lo sé, pero como estoy “en estas”, me aventuro a señalar opciones:

            Se escribe lo que nunca jamás va a estar en el mundo.

            Se escribe lo impropio.

            Se escribe aquello que uno ha visto sin darse cuenta, incluso cuando lo escribe.

 

II. El ombligo y la palabra

 

Sabemos que el ombligo es una cicatriz. Nos alimentamos a través de él en el vientre de nuestras madres. La palabra “ombligo” me fascina. Hay quien dice que al escribir “se mira el ombligo”, y puede pensarse, entonces, que las palabras salen de él, se escapan del ombligo al mundo. Así el ombligo funciona como una boca peculiar: dice y el dueño o la dueña del ombligo escribe.

Los hechos que se escriben atraviesan el cordón umbilical: allí está el asunto, o los asuntos, aunque nos cueste aceptarlo. La textura correosa del cordón guarda todos los secretos. Es flexible y lo mismo soporta arrastrar un tren que un gato. Considero que hay maneras de ejercitar el cordón, pero son personales.

De hecho, mirarse el ombligo es una obligación cuando se escribe. Hay que pensar seriamente en la forma del ombligo: si cicatrizó hacia dentro, si en cambio se tiene un botón de piel, si es profundo o no tanto, si alguien nos dijo alguna vez que le parecía hermoso. Uno es su ombligo y, por lo tanto, el ombligo es —bien se sabe— el Principio y el Centro.

 

III. Los pies no son como el texto

 

Mientras avanzo por esta página, pienso en la relación de los pies y el texto. Cuando se escribe se camina y hay que estar atento a la forma en que sucede. Si se va a prisa por la página, soltando dedazos en el teclado como si con ello el dibujo del mundo revelado fuera más preciso, estrellando los pies contra el suelo, es probable que el lector nos escuche pasar, pero esto no indica que el texto alcance la escritura pretendida que referí antes, porque caminar con decisión sobre el mundo no equivale a escribir de manera contundente. Hay que detenerse de cuando en cuando, es preciso pasearse por el texto, es necesario extraviarse mientras se anda, es imprescindible (para mí), no saber a dónde se va. De cualquier manera, en el día a día, al caminar hacia alguna parte, nunca llegaremos a vivir lo que imaginábamos. La escritura —como la lectura— son paseos sin destino previsible. Claro que podemos suponer que una novela se trata de esto o lo otro, pero es innegable que mientras leemos desconocemos lo que sucederá —salvo que nos cuenten la historia en la cuarta de forros de manera exhaustiva—, y ni así porque sólo al leer el libro sabremos cómo ocurren los hechos.

           

IV. El más acá y el más allá

 

El texto es áspero —el texto que estoy escribiendo—. Las horas que dedico a la escritura pertenecen al más acá: mundo tantas veces incomprensible para mí. Me escapo a través de las palabras para indagar cómo son las montañas en el más allá, de qué modo se extiende sobre mi cabeza el cielo púrpura de un mundo que no existe y que invento.

Es cierto que el tránsito puede ser entre el fuego, y resulta desastroso para el cuerpo: irremediablemente calcinadas, las manos no obedecen y el texto se desgobierna atraído por los vaivenes de las emociones y sus pulsos epilépticos. El más acá predomina y es un gran desafío escaparse del orden cotidiano de los acontecimientos. No sé si he conseguido trasladarme al más allá cuando he escrito. A veces, creo que lo hice en algunas páginas de mis textos, otras pienso que apenas he recorrido una parte sumamente breve del sendero cuasi amarillo, como una Dorothy cuyos zapatos no son magníficos e ignorando hacia dónde está cada punto cardinal.

Quise venir aquí a contarles algunas ideas acerca de lo que entiendo por escritura. Les confieso, también, que en el camino estuve batallando porque mi ombligo no me dio lo que esperaba de él. El cordón sí, en cambio, el cordón umbilical me sobresaltó y supo que estaba haciéndome la muerta a lo largo de estas páginas, como si, en efecto, escribir fuera un asunto serio.

De mis paseos y la necia voluntad de mis pies no quiero hablar. Estuve escribiendo durante esta semana y me molestó no darme en los dedos —ni una sola vez. Hasta para eso viene bien el drama de la escritura. Disculpen, estaba pensando que lo escrito aquí se aproximaba a alguna idea precisa. Pero creo que no. Se me desescribió el más acá —sucedió una catástrofe— y, en consecuencia, el más allá de la escritura que buscaba figurar aquí se ha desvanecido ante mis ojos. Así es escribir, a veces.

Texto leído por la autora en la Semana de Letras de la Universidad Iberoamericana (febrero, 2017).

Daniela Tarazona (Ciudad de México, 1975) recibió la beca Jóvenes Creadores del FONCA, 2006-2007, en el área de novela. Autora de El animal sobre la piedra (Almadía, 2008), Clarice Lispector (Nostra, 2009) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012).

Revista Moria 2017 | Algunos Derechos Reservados | Todas las imágenes utilizadas proceden de bancos autorizados, a menos que se indique lo contrario | Los autores nos permiten la reproducción de sus textos |  Dirección editorial: Yeni Rueda López | Editor: José Quezada | Corrrección de estilo: Iliana Vargas| Asistente editorial: Ivana Melgoza | Correo electrónico: colabmori@gmail.com | Diseño web: RM

bottom of page