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Guadaña

de 

amor

Eduardo Oyervides

Déjame al menos contarte un poco. Aún tenemos tiempo ¿no? El trueno puede esperar. Déjame sentarme un poco aquí. No quites tus manos, si quieres, no las quites y déjame hablar. Éramos jóvenes para jugar al amor y jugamos. Éramos desconocidos y no sé, ¿por qué ella?, ¿por qué yo?, ¿por qué los celos del amor se me clavaron? Me comenzó a gustar por esa forma de evadirme cuando intentaba acercarme apenas para nada, y preguntaba al aire ¿qué hora es?, ¿habrá descanso hoy?, hace sueño, ¿no? Y otras personas me contestaban, pero ella no. No sé en qué momento comencé a interesarle. Escuché su nombre cuando pasaba por la puerta entreabierta del jefe, y cada que pasaba al lado de mí, le decía “oye, T”, y ella se echaba atrás, sin mirarme nunca, y apretaba el paso. Sonrojada quizá, nunca lo supe. Me gusta pensar que la contagié, como se contagia uno de gripa con el señor que estornuda en el autobús; por eso comenzamos a tratarnos, a cruzar miradas, a decirnos adiós a la salida o a acompañarnos hasta la parada, a salir con amistades o solos toda la noche. Yo fui el culpable de todo, de enamorarla y de que termináramos, apenas cuatro meses después... ¿esto durará mucho? Ya quiero verla, decirle que soy un idiota, que la quiero y que me perdone. ¿Tú puedes hacer que dure lo menos posible? Por favor. Si hubieses vivido lo que nosotros, amigo... OK, está bien. No eres mi amigo. Lo siento. Continúo... adoraba mucho mirarla ordenar sus libros, o peinarse el cabello, o simplemente agacharse a levantar algo del suelo; pasaba horas enteras mirándola no mirar nada, ni sus libros, ni su cabello, ni a mí. Era muy callada, siempre lo fue, y muy tímida. Todavía me acuerdo de la primera vez... usted no se puede burlar, ¿verdad? La primera vez que toqué sus senos. Sabrá usted, no eran grandes, ni los mejores que mis manos hayan embonado alguna vez, pero déjeme le digo una cosa: sinceramente, era tener oro en las manos y sentir irrefutables ganas de no querer soltarlo nunca. Traté de tranquilizarla. No dijo nada y me pidió que la esperara. Fue al baño, y cuando volvió más fresca, más antojable, más libre, me dijo que me largara, que buenas noches. Y me fui muy triste... ¿cómo dice? No, nunca pude hacerla mía. Ella siempre se negó porque no estábamos casados. Ya sé. A mí edad. ¿Duele? No, me refiero a esto… si pudiera cambiar mi destino, si ella se hubiera quedado con su madre... esa noche ella dormiría con su madre porque por la tarde habíamos discutido fuertemente gracias a mis celos. Le digo, los celos son la guadaña del amor. Discutimos en el parque donde hace cuatro años le pregunté si quería ser mi novia, solamente porque la vi salir de un café con un tipo, quién sabe quién, y ella decía que su amigo de infancia y que no sé qué. ¿Por qué no me habrá platicado nunca de él? Total. Tras sus silencios y mis ganas de explicaciones que jamás entendería la tomé de los brazos y di dos que tres jalones leves que ella reprobó con un grito que asustó a los pocos transeúntes. Nadie se acercó aún así… no me mire así, cualquiera en mi lugar…bueno, usted no, pero alguien más. Como le decía, discutimos y ella decidió irse a quedar con su madre. Se fue hecha humo y yo me fui quemando por dentro. Cuando llegué a casa, el teléfono ya había sonado más de tres veces, ella llamó una cuarta vez y dijo temblorosa: "Dejémonos de tonterías, ¿sí? Confía en mí, ¿acaso eso es muy difícil?". Le dije que no, que viniera a casa, que todo estaba bien. Cuando llegó... ¡¿ya es hora?! Espera, ya casi termino. Espera. Entonces ella llegó tan hermosa como siempre me ha parecido, se me lanzó a los brazos y comencé a besar su cuello, sus brazos, sus labios y sus pechos. Todavía la deseaba como los primeros días, pero había algo diferente. Me pidió disculpas y yo hice lo mismo. La desvestí entre lágrimas... no me mire así, no la violé... mi deseo crecía al mismo tiempo que la imagen de aquel tipo. No pude controlarme y me arrepiento. Con violencia, la lancé a la cama, y sin mirarla, comencé a besarla. Estaba dura, llorando, encorvada pidiéndome que parara. No podía parar y no lo hice. Seguí besándola con toda la boca, poniendo mis dientes en su piel, mordiendo hasta que ella jadeaba y buscaba zafarse; seguía mordiendo, cada vez más intensamente... ¡No, espera! Todavía no… ¡lloraba, carajo! Su oído derecho fue lo primero que sangró. Me escuché preguntar nuevamente quién era ese tipo, por qué había ido con él a ese café, por qué sonreír así mirándolo de esa manera como a mí nunca… ¡No! ¡Todavía no! ¡Por favor! Después, con estos dientes, mastiqué todo su cuerpo... ¡déjame llorar antes, maldita sea! ¡Qué hice, qué hice! Hubieras visto sus ojos desviados, su cabeza hundida en la almohada llena del líquido de sus venas... ya sé, la hora ha llegado… ella gritaba, me pedía que la dejara en paz, que ya no siguiera. Yo no podía detenerme… ¡enciende esa maldita máquina de un vez!, me está esperando en algún lugar. ¡Deja caer ese trueno ya! Lo último que le sangró fue el corazón y entonces... 

La hoguera que oscureció la noche de Iguala. -"La noche del 26 de septiembre, Ernesto Guerrero, de 23 años, vio como el cañón de un Colt AR-15 le apuntaba.
- Vete o te mato.
En aquel momento no lo supo, pero el agente le había librado de una muerte segura. No fue por azar ni por piedad, sino por pura y simple saturación. Como Ernesto recordaría semanas después, los policías municipales tenían a decenas de compañeros de la Escuela Rural Normal de Ayotzinapa tumbados boca abajo en el asfalto y se los estaban llevando en camionetas a la comisaría. Iban hasta los topes. "
[Texto publicado en El País, por Jan Martínez Ahrens]

 

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